
Al comienzo del nuevo año, quisiera acompañar con esta profunda
convicción los mejores deseos de abundantes bendiciones y de paz, en el signo de
la esperanza, para el futuro de cada hombre y cada mujer, de cada familia,
pueblo y nación del mundo, así como para los Jefes de Estado y de Gobierno y de
los Responsables de las religiones. Por tanto, no perdamos la esperanza de que
2016 nos encuentre a todos firme y confiadamente comprometidos, en realizar la
justicia y trabajar por la paz en los diversos ámbitos. Sí, la paz es don de
Dios y obra de los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a todos los
hombres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica.
Custodiar las razones de la esperanza
2. Las guerras y los atentados terroristas, con sus trágicas
consecuencias, los secuestros de personas, las persecuciones por motivos étnicos
o religiosos, las prevaricaciones, han marcado de hecho el año pasado, de
principio a fin, multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo,
hasta asumir las formas de la que podría llamar una «tercera guerra mundial en
fases». Pero algunos acontecimientos de los años pasados y del año apenas
concluido me invitan, en la perspectiva del nuevo año, a renovar la exhortación
a no perder la esperanza en la capacidad del hombre de superar el mal, con la
gracia de Dios, y a no caer en la resignación y en la indiferencia. Los
acontecimientos a los que me refiero representan la capacidad de la humanidad de
actuar con solidaridad, más allá de los intereses individualistas, de la apatía
y de la indiferencia ante las situaciones críticas.
Quisiera recordar entre dichos acontecimientos el esfuerzo
realizado para favorecer el encuentro de los líderes mundiales en el ámbito de
la COP 21, con la finalidad de buscar nuevas vías para afrontar los cambios
climáticos y proteger el bienestar de la Tierra, nuestra casa común. Esto nos
remite a dos eventos precedentes de carácter global: La Conferencia Mundial de
Addis Abeba para recoger fondos con el objetivo de un desarrollo sostenible del
mundo, y la adopción por parte de las Naciones Unidas de la Agenda 2030 para el
Desarrollo Sostenible, con el objetivo de asegurar para ese año una existencia
más digna para todos, sobre todo para las poblaciones pobres del planeta.
El año 2015 ha sido también especial para la Iglesia, al
haberse celebrado el 50 aniversario de la publicación de dos documentos del
Concilio Vaticano II que expresan de modo muy elocuente el sentido de
solidaridad de la Iglesia con el mundo. El papa Juan XXIII, al inicio del
Concilio, quiso abrir de par en par las ventanas de la Iglesia para que fuese
más abierta la comunicación entre ella y el mundo. Los dos documentos, Nostra
aetate y Gaudium et spes, son expresiones emblemáticas de la nueva relación de
diálogo, solidaridad y acompañamiento que la Iglesia pretendía introducir en la
humanidad. En la Declaración Nostra aetate, la Iglesia ha sido llamada a abrirse
al diálogo con las expresiones religiosas no cristianas. En la Constitución
pastoral Gaudium et spes, desde el momento que «los gozos y las esperanzas, las
tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los
pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y
angustias de los discípulos de Cristo»[1], la Iglesia deseaba instaurar un
diálogo con la familia humana sobre los problemas del mundo, como signo de
solidaridad y de respetuoso afecto[2].
En esta misma perspectiva, con el Jubileo de la Misericordia,
deseo invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo cristiano pueda
desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y testimoniar la
misericordia, de «perdonar y de dar», de abrirse «a cuantos viven en las más
contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno
dramáticamente crea», sin caer «en la indiferencia que humilla, en la
habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo
que destruye»[3].
Hay muchas razones para creer en la capacidad de la humanidad
que actúa conjuntamente en solidaridad, en el reconocimiento de la propia
interconexión e interdependencia, preocupándose por los miembros más frágiles y
la protección del bien común. Esta actitud de corresponsabilidad solidaria está
en la raíz de la vocación fundamental a la fraternidad y a la vida común. La
dignidad y las relaciones interpersonales nos constituyen como seres humanos,
queridos por Dios a su imagen y semejanza. Como creaturas dotadas de inalienable
dignidad, nosotros existimos en relación con nuestros hermanos y hermanas, ante
los que tenemos una responsabilidad y con los cuales actuamos en solidaridad.
Fuera de esta relación, seríamos menos humanos. Precisamente por eso, la
indiferencia representa una amenaza para la familia humana. Cuando nos
encaminamos por un nuevo año, deseo invitar a todos a reconocer este hecho, para
vencer la indiferencia y conquistar la paz.
Algunas formas de indiferencia
3. Es cierto que la actitud del indiferente, de quien cierra el
corazón para no tomar en consideración a los otros, de quien cierra los ojos
para no ver aquello que lo circunda o se evade para no ser tocado por los
problemas de los demás, caracteriza una tipología humana bastante difundida y
presente en cada época de la historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha
superado decididamente el ámbito individual para asumir una dimensión global y
producir el fenómeno de la «globalización de la indiferencia».
La primera forma de indiferencia en la sociedad humana es la
indiferencia ante Dios, de la cual brota también la indiferencia ante el prójimo
y ante lo creado. Esto es uno de los graves efectos de un falso humanismo y del
materialismo práctico, combinados con un pensamiento relativista y nihilista. El
hombre piensa ser el autor de sí mismo, de la propia vida y de la sociedad; se
siente autosuficiente; busca no sólo reemplazar a Dios, sino prescindir
completamente de él. Por consiguiente, cree que no debe nada a nadie, excepto a
sí mismo, y pretende tener sólo derechos[4]. Contra esta autocomprensión errónea
de la persona, Benedicto XVI recordaba que ni el hombre ni su desarrollo son
capaces de darse su significado último por sí mismo[5]; y, precedentemente,
Pablo VI había afirmado que «no hay, pues, más que un humanismo verdadero que se
abre a lo Absoluto, en el reconocimiento de una vocación, que da la idea
verdadera de la vida humana»[6].
La indiferencia ante el prójimo asume diferentes formas. Hay
quien está bien informado, escucha la radio, lee los periódicos o ve programas
de televisión, pero lo hace de manera frívola, casi por mera costumbre: estas
personas conocen vagamente los dramas que afligen a la humanidad pero no se
sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es la actitud de quien sabe,
pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigida hacia sí mismo.
Desgraciadamente, debemos constatar que el aumento de las informaciones, propias
de nuestro tiempo, no significa de por sí un aumento de atención a los
problemas, si no va acompañado por una apertura de las conciencias en sentido
solidario[7]. Más aún, esto puede comportar una cierta saturación que anestesia
y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los problemas. «Algunos
simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus
propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución
en una “educación” que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e
inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer
ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países
—en sus gobiernos, empresarios e instituciones—, cualquiera que sea la ideología
política de los gobernantes»[8].
La indiferencia se manifiesta en otros casos como falta de
atención ante la realidad circunstante, especialmente la más lejana. Algunas
personas prefieren no buscar, no informarse y viven su bienestar y su comodidad
indiferentes al grito de dolor de la humanidad que sufre. Casi sin darnos
cuenta, nos hemos convertido en incapaces de sentir compasión por los otros, por
sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que les
acontece fuera una responsabilidad que nos es ajena, que no nos compete[9].
«Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo
que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus
sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la
indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no
están bien»[10].
Al vivir en una casa común, no podemos dejar de interrogarnos
sobre su estado de salud, como he intentado hacer en la Laudato si’. La
contaminación de las aguas y del aire, la explotación indiscriminada de los
bosques, la destrucción del ambiente, son a menudo fruto de la indiferencia del
hombre respecto a los demás, porque todo está relacionado. Como también el
comportamiento del hombre con los animales influye sobre sus relaciones con los
demás[11], por no hablar de quien se permite hacer en otra parte aquello que no
osa hacer en su propia casa[12].
En estos y en otros casos, la indiferencia provoca sobre todo
cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo contribuyendo a la falta de
paz con Dios, con el prójimo y con la creación.
La paz amenazada por la indiferencia globalizada
4. La indiferencia ante Dios supera la esfera íntima y
espiritual de cada persona y alcanza a la esfera pública y social. Como afirmaba
Benedicto XVI, «existe un vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz
de los hombres sobre la tierra»[13]. En efecto, «sin una apertura a la
trascendencia, el hombre cae fácilmente presa del relativismo, resultándole
difícil actuar de acuerdo con la justicia y trabajar por la paz»[14]. El olvido
y la negación de Dios, que llevan al hombre a no reconocer alguna norma por
encima de sí y a tomar solamente a sí mismo como norma, han producido crueldad y
violencia sin medida[15].
En el plano individual y comunitario, la indiferencia ante el
prójimo, hija de la indiferencia ante Dios, asume el aspecto de inercia y
despreocupación, que alimenta el persistir de situaciones de injusticia y grave
desequilibrio social, los cuales, a su vez, pueden conducir a conflictos o, en
todo caso, generar un clima de insatisfacción que corre el riesgo de terminar,
antes o después, en violencia e inseguridad.
En este sentido la indiferencia, y la despreocupación que se
deriva, constituyen una grave falta al deber que tiene cada persona de
contribuir, en la medida de sus capacidades y del papel que desempeña en la
sociedad, al bien común, de modo particular a la paz, que es uno de los bienes
más preciosos de la humanidad[16].
Cuando afecta al plano institucional, la indiferencia respecto
al otro, a su dignidad, a sus derechos fundamentales y a su libertad, unida a
una cultura orientada a la ganancia y al hedonismo, favorece, y a veces
justifica, actuaciones y políticas que terminan por constituir amenazas a la
paz. Dicha actitud de indiferencia puede llegar también a justificar algunas
políticas económicas deplorables, premonitoras de injusticias, divisiones y
violencias, con vistas a conseguir el bienestar propio o el de la nación. En
efecto, no es raro que los proyectos económicos y políticos de los hombres
tengan como objetivo conquistar o mantener el poder y la riqueza, incluso a
costa de pisotear los derechos y las exigencias fundamentales de los otros.
Cuando las poblaciones se ven privadas de sus derechos elementares, como el
alimento, el agua, la asistencia sanitaria o el trabajo, se sienten tentadas a
tomárselos por la fuerza[17].
Además, la indiferencia respecto al ambiente natural,
favoreciendo la deforestación, la contaminación y las catástrofes naturales que
desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida, forzándolas a la
precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas, nuevas situaciones de
injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos de seguridad y de paz
social. ¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se combatirán aún a causa de la
falta de recursos o para satisfacer a la insaciable demanda de recursos
naturales?[18]
De la indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón
5. Hace un año, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
«no más esclavos, sino hermanos», me referí al primer icono bíblico de la
fraternidad humana, la de Caín y Abel (cf. Gn 4,1-16), y lo hice para llamar la
atención sobre el modo en que fue traicionada esta primera fraternidad. Caín y
Abel son hermanos. Provienen los dos del mismo vientre, son iguales en dignidad,
y creados a imagen y semejanza de Dios; pero su fraternidad creacional se rompe.
«Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo
el primer fratricidio»[19]. El fratricidio se convierte en paradigma de la
traición, y el rechazo por parte de Caín a la fraternidad de Abel es la primera
ruptura de las relaciones de hermandad, solidaridad y respeto mutuo.
Dios interviene entonces para llamar al hombre a la
responsabilidad ante su semejante, como hizo con Adán y Eva, los primeros
padres, cuando rompieron la comunión con el Creador. «El Señor dijo a Caín:
“Dónde está Abel, tu hermano? Respondió Caín: “No sé; ¿soy yo el guardián de mi
hermano?”. El Señor le replicó: ¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está
gritando desde el suelo”» (Gn 4,9-10).
Caín dice que no sabe lo que le ha sucedido a su hermano, dice
que no es su guardián. No se siente responsable de su vida, de su suerte. No se
siente implicado. Es indiferente ante su hermano, a pesar de que ambos estén
unidos por el mismo origen. ¡Qué tristeza! ¡Qué drama fraterno, familiar,
humano! Esta es la primera manifestación de la indiferencia entre hermanos. En
cambio, Dios no es indiferente: la sangre de Abel tiene gran valor ante sus ojos
y pide a Caín que rinda cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el
inicio de la humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del hombre.
Cuando más tarde los hijos de Israel están bajo la esclavitud en Egipto, Dios
interviene nuevamente. Dice a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en
Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He
bajado a liberarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a
una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Es
importante destacar los verbos que describen la intervención de Dios: Él ve,
oye, conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y actúa.
Del mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús, ha bajado entre los
hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solidario con la humanidad en todo,
menos en el pecado. Jesús se identificaba con la humanidad: «el primogénito
entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Él no se limitaba a enseñar a la muchedumbre,
sino que se preocupaba de ella, especialmente cuando la veía hambrienta (cf. Mc
6,34-44) o desocupada (cf. Mt 20,3). Su mirada no estaba dirigida solamente a
los hombres, sino también a los peces del mar, a las aves del cielo, a las
plantas y a los árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la creación.
Ciertamente, él ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas,
habla con ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en
necesidad. No sólo, sino que se deja conmover y llora (cf. Jn 11,33-44). Y actúa
para poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte.
Jesús nos enseña a ser misericordiosos como el Padre (cf. Lc
6,36). En la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) denuncia la omisión
de ayuda frente a la urgente necesidad de los semejantes: «lo vio y pasó de
largo» (cf. Lc 6,31.32). De la misma manera, mediante este ejemplo, invita a sus
oyentes, y en particular a sus discípulos, a que aprendan a detenerse ante los
sufrimientos de este mundo para aliviarlos, ante las heridas de los demás para
curarlas, con los medios que tengan, comenzando por el propio tiempo, a pesar de
tantas ocupaciones. En efecto, la indiferencia busca a menudo pretextos: el
cumplimiento de los preceptos rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer,
los antagonismos que nos alejan los unos de los otros, los prejuicios de todo
tipo que nos impiden hacernos prójimo.
La misericordia es el corazón de Dios. Por ello debe ser
también el corazón de todos los que se reconocen miembros de la única gran
familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la dignidad humana
—reflejo del rostro de Dios en sus creaturas— esté en juego. Jesús nos advierte:
el amor a los demás —los extranjeros, los enfermos, los encarcelados, los que no
tienen hogar, incluso los enemigos— es la medida con la que Dios juzgará
nuestras acciones. De esto depende nuestro destino eterno. No es de extrañar que
el apóstol Pablo invite a los cristianos de Roma a alegrarse con los que se
alegran y a llorar con los que lloran (cf. Rm 12,15), o que aconseje a los de
Corinto organizar colectas como signo de solidaridad con los miembros de la
Iglesia que sufren (cf. 1 Co 16,2-3). Y san Juan escribe: «Si uno tiene bienes
del mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va
a estar en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17; cf. St 2,15-16).
Por eso «es determinante para la Iglesia y para la credibilidad
de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su
lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón
de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La
primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta
el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los
hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la
misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las
asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera
debería poder encontrar un oasis de misericordia»[20].
También nosotros estamos llamados a que el amor, la compasión,
la misericordia y la solidaridad sean nuestro verdadero programa de vida, un
estilo de comportamiento en nuestras relaciones de los unos con los otros[21].
Esto pide la conversión del corazón: que la gracia de Dios transforme nuestro
corazón de piedra en un corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de abrirse a los
otros con auténtica solidaridad. Esta es mucho más que un «sentimiento
superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas»[22]. La
solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien
común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos
verdaderamente responsables de todos»[23], porque la compasión surge de la
fraternidad.
Así entendida, la solidaridad constituye la actitud moral y
social que mejor responde a la toma de conciencia de las heridas de nuestro
tiempo y de la innegable interdependencia que aumenta cada vez más,
especialmente en un mundo globalizado, entre la vida de la persona y de su
comunidad en un determinado lugar, así como la de los demás hombres y mujeres
del resto del mundo[24].
Promover una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia
6. La solidaridad como virtud moral y actitud social, fruto de
la conversión personal, exige el compromiso de todos aquellos que tienen
responsabilidades educativas y formativas.
En primer lugar me dirijo a las familias, llamadas a una misión
educativa primaria e imprescindible. Ellas constituyen el primer lugar en el que
se viven y se transmiten los valores del amor y de la fraternidad, de la
convivencia y del compartir, de la atención y del cuidado del otro. Ellas son
también el ámbito privilegiado para la transmisión de la fe desde aquellos
primeros simples gestos de devoción que las madres enseñan a los hijos[25].
Los educadores y los formadores que, en la escuela o en los
diferentes centros de asociación infantil y juvenil, tienen la ardua tarea de
educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su
responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y
sociales de la persona. Los valores de la libertad, del respeto recíproco y de
la solidaridad se transmiten desde la más tierna infancia. Dirigiéndose a los
responsables de las instituciones que tienen responsabilidades educativas,
Benedicto XVI afirmaba: «Que todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al
otro y a lo transcendente; lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que
el joven se sienta valorado en sus propias potencialidades y riqueza interior, y
aprenda a apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de
vivir día a día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar
activamente en la construcción de una sociedad más humana y fraterna»[26].
Quienes se dedican al mundo de la cultura y de los medios de
comunicación social tienen también una responsabilidad en el campo de la
educación y la formación, especialmente en la sociedad contemporánea, en la que
el acceso a los instrumentos de formación y de comunicación está cada vez más
extendido. Su cometido es sobre todo el de ponerse al servicio de la verdad y no
de intereses particulares. En efecto, los medios de comunicación «no sólo
informan, sino que también forman el espíritu de sus destinatarios y, por tanto,
pueden dar una aportación notable a la educación de los jóvenes. Es importante
tener presente que los lazos entre educación y comunicación son muy estrechos:
en efecto, la educación se produce mediante la comunicación, que influye
positiva o negativamente en la formación de la persona»[27]. Quienes se ocupan
de la cultura y los medios deberían también vigilar para que el modo en el que
se obtienen y se difunden las informaciones sea siempre jurídicamente y
moralmente lícito.
La paz: fruto de una cultura de solidaridad, misericordia y compasión
7. Conscientes de la amenaza de la globalización de la
indiferencia, no podemos dejar de reconocer que, en el escenario descrito
anteriormente, se dan también numerosas iniciativas y acciones positivas que
testimonian la compasión, la misericordia y la solidaridad de las que el hombre
es capaz.
Quisiera recordar algunos ejemplos de actuaciones loables, que
demuestran cómo cada uno puede vencer la indiferencia si no aparta la mirada de
su prójimo, y que constituyen buenas prácticas en el camino hacia una sociedad
más humana.
Hay muchas organizaciones no gubernativas y asociaciones
caritativas dentro de la Iglesia, y fuera de ella, cuyos miembros, con ocasión
de epidemias, calamidades o conflictos armados, afrontan fatigas y peligros para
cuidar a los heridos y enfermos, como también para enterrar a los difuntos.
Junto a ellos, deseo mencionar a las personas y a las asociaciones que ayudan a
los emigrantes que atraviesan desiertos y surcan los mares en busca de mejores
condiciones de vida. Estas acciones son obras de misericordia, corporales y
espirituales, sobre las que seremos juzgados al término de nuestra vida.
Me dirijo también a los periodistas y fotógrafos que informan a
la opinión pública sobre las situaciones difíciles que interpelan las
conciencias, y a los que se baten en defensa de los derechos humanos, sobre todo
de las minorías étnicas y religiosas, de los pueblos indígenas, de las mujeres y
de los niños, así como de todos aquellos que viven en condiciones de mayor
vulnerabilidad. Entre ellos hay también muchos sacerdotes y misioneros que, como
buenos pastores, permanecen junto a sus fieles y los sostienen a pesar de los
peligros y dificultades, de modo particular durante los conflictos armados.
Además, numerosas familias, en medio de tantas dificultades
laborales y sociales, se esfuerzan concretamente en educar a sus hijos
«contracorriente», con tantos sacrificios, en los valores de la solidaridad, la
compasión y la fraternidad. Muchas familias abren sus corazones y sus casas a
quien tiene necesidad, como los refugiados y los emigrantes. Deseo agradecer
particularmente a todas las personas, las familias, las parroquias, las
comunidades religiosas, los monasterios y los santuarios, que han respondido
rápidamente a mi llamamiento a acoger una familia de refugiados[28].
Por último, deseo mencionar a los jóvenes que se unen para
realizar proyectos de solidaridad, y a todos aquellos que abren sus manos para
ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su país o en otras regiones del
mundo. Quiero agradecer y animar a todos aquellos que se trabajan en acciones de
este tipo, aunque no se les dé publicidad: su hambre y sed de justicia será
saciada, su misericordia hará que encuentren misericordia y, como trabajadores
de la paz, serán llamados hijos de Dios (cf. Mt 5,6-9).
La paz en el signo del Jubileo de la Misericordia
8. En el espíritu del Jubileo de la Misericordia, cada uno está
llamado a reconocer cómo se manifiesta la indiferencia en la propia vida, y a
adoptar un compromiso concreto para contribuir a mejorar la realidad donde vive,
a partir de la propia familia, de su vecindario o el ambiente de trabajo.
Los Estados están llamados también a hacer gestos concretos,
actos de valentía para con las personas más frágiles de su sociedad, como los
encarcelados, los emigrantes, los desempleados y los enfermos.
Por lo que se refiere a los detenidos, en muchos casos es
urgente que se adopten medidas concretas para mejorar las condiciones de vida en
las cárceles, con una atención especial para quienes están detenidos en espera
de juicio[29], teniendo en cuenta la finalidad reeducativa de la sanción penal y
evaluando la posibilidad de introducir en las legislaciones nacionales penas
alternativas a la prisión. En este contexto, deseo renovar el llamamiento a las
autoridades estatales para abolir la pena de muerte allí donde está todavía en
vigor, y considerar la posibilidad de una amnistía.
Respecto a los emigrantes, quisiera dirigir una invitación a
repensar las legislaciones sobre los emigrantes, para que estén inspiradas en la
voluntad de acogida, en el respeto de los recíprocos deberes y
responsabilidades, y puedan facilitar la integración de los emigrantes. En esta
perspectiva, se debería prestar una atención especial a las condiciones de
residencia de los emigrantes, recordando que la clandestinidad corre el riesgo
de arrastrarles a la criminalidad.
Deseo, además, en este Año jubilar, formular un llamamiento
urgente a los responsables de los Estados para hacer gestos concretos en favor
de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la falta de trabajo, tierra y
techo. Pienso en la creación de puestos de trabajo digno para afrontar la herida
social de la desocupación, que afecta a un gran número de familias y de jóvenes
y tiene consecuencias gravísimas sobre toda la sociedad. La falta de trabajo
incide gravemente en el sentido de dignidad y en la esperanza, y puede ser
compensada sólo parcialmente por los subsidios, si bien necesarios, destinados a
los desempleados y a sus familias. Una atención especial debería ser dedicada a
las mujeres —desgraciadamente todavía discriminadas en el campo del trabajo— y a
algunas categorías de trabajadores, cuyas condiciones son precarias o peligrosas
y cuyas retribuciones no son adecuadas a la importancia de su misión social.
Por último, quisiera invitar a realizar acciones eficaces para
mejorar las condiciones de vida de los enfermos, garantizando a todos el acceso
a los tratamientos médicos y a los medicamentos indispensables para la vida,
incluida la posibilidad de atención domiciliaria.
Los responsables de los Estados, dirigiendo la mirada más allá
de las propias fronteras, también están llamados e invitados a renovar sus
relaciones con otros pueblos, permitiendo a todos una efectiva participación e
inclusión en la vida de la comunidad internacional, para que se llegue a la
fraternidad también dentro de la familia de las naciones.
En esta perspectiva, deseo dirigir un triple llamamiento para
que se evite arrastrar a otros pueblos a conflictos o guerras que destruyen no
sólo las riquezas materiales, culturales y sociales, sino también —y por mucho
tiempo— la integridad moral y espiritual; para abolir o gestionar de manera
sostenible la deuda internacional de los Estados más pobres; para la adoptar
políticas de cooperación que, más que doblegarse a las dictaduras de algunas
ideologías, sean respetuosas de los valores de las poblaciones locales y que, en
cualquier caso, no perjudiquen el derecho fundamental e inalienable de los niños
por nacer.
Confío estas reflexiones, junto con los mejores deseos para el
nuevo año, a la intercesión de María Santísima, Madre atenta a las necesidades
de la humanidad, para que nos obtenga de su Hijo Jesús, Príncipe de la Paz, el
cumplimento de nuestras súplicas y la bendición de nuestro compromiso cotidiano
en favor de un mundo fraterno y solidario.
Vaticano, 8 de diciembre de 2015
Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María
Apertura del Jubileo Extraordinario de la Misericordia
FRANCISCUS
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[1] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 1.
[2] Cf. ibíd., 3.
[3] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae vultus, 14-15.
[4] Cf. Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 43.
[5] Cf. ibíd., 16.
[6] Carta. enc. Populorum progressio, 42.
[7] «La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad» (Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 19).
[8] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 60.
[9] Cf. ibíd., 54.
[10] Mensaje para la Cuaresma 2015.
[11] Cf. Carta. enc. Laudato si’, 92.
[12] Cf. ibíd., 51.
[13] Discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (7 enero 2013).
[14] Ibíd.
[15] Cf. Benedicto XVI, Intervención durante la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, Asís, 27 octubre 2011.
[16] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 217-237.
[17] «Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la
inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible
erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos
pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de
guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su
explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la
periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos
policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la
tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción
violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico
es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido,
que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar
silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido
que parezca» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 59).
[18] Cf. Carta enc. Laudato si’, 31; 48.
[19] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2015, 2.
[20] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae vultus, 12.
[21] Cf. ibíd., 13.
[22] Juan Pablo II, Carta. enc. Sollecitudo rei socialis, 38.
[23] Ibíd.
[24] Cf. ibíd.
[25] Cf. Catequesis durante la Audiencia general (7 enero 2015).
[26] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2012, 2.
[27] Ibíd.
[28] Cf. Ángelus (6 septiembre 2015).
[29] Cf. Discurso a una delegación de la Asociación internacional de derecho penal (23 octubre 2014).